Nuestro periplo por Asturias iba llegando a su fin y los objetivos que nos habíamos marcado inicialmente se habían cumplido con creces. Cudillero iba a ser nuestra última visita a esta vieja comunidad, ya que esa noche tendríamos que preparar las maletas para iniciar el viaje de regreso a Madrid donde dormiríamos al día siguiente. Salimos de Avilés –nos había dejado una impronta magnífica su casco antiguo– en torno a las cuatro y medía. Tomamos la A-8 y en poco más de veinte minutos recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban de Cudillero. El tiempo seguía siendo primaveral, con un cielo azul que alguna que otra nube deshilachada manchaba. Una vez que entramos en las primeras calles de la villa nos llamó poderosamente la atención su singular configuración física. El caserío que conforma Cudillero se encuentra escondido para el visitante que arriba desde la carretera; oculto desde el mar y desde la tierra, descolgado en fuertes pendientes donde se arraciman muy compactas humildes casas de mil colores que se abren en estrechos y recoletos callejones que ascienden y descienden abruptamente en busca del codiciado mar. Teníamos la experiencia previa de haber visitado Lastres, otro precioso pueblo derramado colina abajo en pronunciadas pendientes ávidas de encontrarse con la arena del mar que la baña, pero Cudillero nos parecido que tenía un descenso mucho más pronunciado, que solo comienza a suavizarse en las cercanías de la plaza de la Marina y su conocido y fotografiado anfiteatro.
Conseguimos estacionar el coche en un aparcamiento público gratuito al aire libre habilitado para tal fin casi en las postrimerías del nuevo puerto deportivo ya que las zonas previas en las que se podía estacionar estaban totalmente ocupadas. Pero, como no hay mal que por bien no venga, ello nos permitió contemplar la villa a pequeñas gotas, con rincones que aparecían o se escondían en función del serpenteante paseo marítimo que íbamos recorriendo. De un modo espontáneo fueron sucediéndose las fotos, unas con el nuevo puerto deportivo como telón de fondo, con de los islotes La Peñona y La Roca que se levantaban abruptos sobre las aguas remansadas entre el puerto antiguo y el nuevo, o con la desembocadura encauzada en su tramo final del río Piñera que viene a desaguar caudaloso frente al puerto deportivo. Ante nosotros, en la orilla opuesta, se levantaba la silueta del FARO, construido a mediados del siglo XIX para evitar los peligros de un litoral rocoso y repleto de acantilados. Se puede llegar hasta él a través de un paseo peatonal desde el centro de la villa. Muy cerca del faro, observamos uno de los muchos miradores con que cuenta la localidad, el conocido como MIRADOR DE LA GARITA, un construcción cilíndrica de hormigón con escalera exterior, desde el que deben de disfrutar unas vistas espectaculares de gran parte de la ciudad, del faro y del puerto. Sin embargo, no se nos pasó por la cabeza subir al mismo viendo el número de escaleras que había y la pendiente que tendríamos que haber sorteado para llegar a su base. Nuestras rodillas se alegraron de la decisión.
Nada más pasar la Oficina de Turismo cruzamos por la pasarela peatonal sobre el agua y llegamos a la zona del PUERTO VIEJO, que comenzó a construirse a finales del siglo XVIII y estuvo operativo hasta finales del siglo XX. Resultaba curioso observar la rampa y las escaleras con notables destrozos causados por la fuerza, a veces brutal, del mar que lo baña. Fue también en las cercanías de este gastado puerto donde pudimos ver numerosas redes colgadas en los muros de las casas, bien para secarlas, bien para repararlas. Y así fue como llegamos vislumbrar los primeros indicios de que estábamos ante una maravilla creada por el hombre, evidentemente con la ayuda de inestimable de la naturaleza. Continuamos acercándonos a la plaza con los ojos como platos. No obstante, antes de llegar, a mano derecha se puede contemplar un pequeño monumento homenaje llamado LA MINA Y LA MAR, que recuerda a las gentes del pueblo y sus costumbres tradicionales, unas veces pesqueras, otras mineras, mostrando alguno de sus elementos más característicos: un ancla, una maroma, redes, una linterna minera, etc. Unos metros más adelante, un precioso mural de azulejo llamado EL PESCADOR, obra de Jesús Casaús, pintor catalán enamorado de la villa a la que reflejó en multitud de ocasiones en sus obras. Representa una familia de pescadores en el pueblo. Y así, casi sin darnos cuenta, nos encontramos en el centro del ANFITEATRO que forman las casas de múltiples y variados colores, sobre todo en las ventanas y en los aleros, que se desparraman colina abajo. Es aquí donde las casas aparecen superpuestas unas sobre otras aprovechando hasta el último centímetro de cada rincón. De ahí el nombre de “anfiteatro”, donde las casas serían los palcos y la plaza sería el escenario. En un extremo estaba la antigua LONJA DEL PESCADO que hoy en día es un restaurante. Ni que decir tiene que la práctica totalidad de la plaza está ocupada por las terrazas de los numerosos bares y restaurantes que se apiñan unos con otros, donde todavía era notable el bullicio de numerosos clientes que apuraban sus consumiciones. Nosotros, dado que el tiempo acompañaba y estábamos un poco cansados, decidimos sentarnos en la terraza del RESTAURANTE LOS ARCOS y pedir una tónica y una infusión que nos fue servida con prontitud por un amable camarero. Disfrutamos del momento contemplando a nuestra izquierda las casas arremolinadas colina arriba y a nuestra derecha los primeros signos de la actividad pesquera, base principal de la economía local. Cuatro euros abonamos por ambos servicios. Minutos después nos acercamos a la estrecha plaza de San Pedro donde se encuentran dos de los edificios más significativos de la villa: por un lado, el AYUNTAMIENTO, un soso edificio de aspecto compacto coronado por un reloj, y la IGLESIA DE SAN PEDRO, renacentista del siglo XVI, aunque en ella predomina un pretérito estilo gótico muy deformado por las numerosas reformas que ha padecido a lo largo de sus historia. Dispone de una nave única con bóveda de crucería , ábside semicircular y dos capillas en los laterales.
Y con esto dimos por concluida la visita a la localidad. Nos dirigimos hacia el puerto deportivo para recoger el coche, aunque no nos marchamos por el mismo recorrido que habíamos hecho para llegar a la plaza. Desde el puerto, en vez de girar a la izquierda, lo hicimos hacia la derecha donde tomamos una estrecha carretera de fuerte pendiente que nos llevó en su punto más elevado a un mirador con unas vistas espectaculares de la Playa de la Corbera. Tan bonito era el paisaje que aparcamos el coche y nos hicimos unas fotos que resultaron preciosas. Desde allí, buscamos la entrada en la autovía que nos llevaría de vuelta a Gijón pasadas las siete y media de la tarde.
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