domingo, 17 de octubre de 2010

Lanzarote: Timanfaya y Fundación César Manrique

Ni que decir tiene que Timanfaya es algo que no se puede explicar, hay que verlo y una vez que lo has visto, no encuentras las palabras adecuadas para definirlo. Esa mañana preparamos los bollos que nos habían dejado en la puerta de la habitación como frugal tentempié de la mañana. Nos subimos al coche y programamos el Tom Tom. Después de media hora de viaje, el GPS nos indicó que a doscientos metros se encontraba nuestro destino. Yo me reí, creyendo que se había equivocado, pues estábamos en medio de la nada. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando de pronto surge una salida en la carretera!
Efectivamente, allí se encontraba la caseta
de control al parque y donde teníamos que comprar las entradas. Abonamos los ocho euros correspondientes por persona y nos encaminamos durante cuatro o cinco kilómetros hacia el Centro de Interpretación del Parque de Timanfaya, donde cogeríamos un autobús para visitarlo. Ni que decir tiene que el paisaje es espectacular. No habíamos vista nada parecido hasta la fecha. La lava retorcida, presionada, quebrada…, sin el más mínimo resto de vegetación, en el más absoluto de los silencios.


Una vez que llegamos a una gran explanada utilizada como aparcamiento, nos dirigimos hacia uno de los autobuses que estaba preparándose para salir. Hay que decir que el paseo en autobús ya iba incluido en el precio de la entrada. Nos subimos al autobús y nos ubicamos en los asientos situados en la parte de atrás, cerca de una de las ventanillas para poder hacer mejores fotos. Durante media hora aproximadamente el autobús nos paseó por una estrecha carretera, mostrándonos cráteres apagados, auténticos ríos de lava, paisajes sobrecogedores que te recordaban las vivencias de los isleños ante las erupciones sufridas. A la vez, una narración en tres idiomas –español, inglés y alemán– iba explicando las distintas zonas que visitábamos.
De vuelta al aparcamiento, vimos como un empleado metía un puñado de ramas secas por un agujero y al momento éstas ardían, señal de que la actividad volcánica no está apagada de un modo definitivo, sino que se encuentra dormida. También vimos como echaban un cubo de agua por otro agujero y ésta era despedida inmediatamente convertida en vapor de agua. También nos acercamos al restaurante para ver cómo tienen una enorme parrilla sobre el brocal de un pozo en la que cocinan con el calor que surge de las entrañas de la tierra.
Tras las fotos de rigor, y terminada la visita a Timanfaya, dirigimos nuestros pasos hacia la Fundación César Manrique con la intención de visitarla. Pero cuando llevábamos unos pocos kilómetros recorridos, Concha recordó que no nos habíamos montado en los camellos, por lo que dimos la vuelta y nos encaminamos hacia esta atracción situada un par de kilómetros más adelante de la entrada al Parque de Timanfaya.
Aparcamos el coche en la zona acondicionada para ello y hablamos con los responsables para comprar un paseo en estos animales. Doce euro
s pagamos por los dos. Nos colocaron sobre el tercer camello de la reata –el primer iba sin carga humana y en el segundo iba una pareja–. A la silla de Concha tuvieron que colocarle un contrapeso para equilibrar la carga, teniendo en cuenta que en otro asiento iba yo. Bueno, la caravana se puso en marcha y empezamos a subir uno de los montes de arena volcánica situado en los alrededores para volver al lugar de partida veinte minutos después.
Una vez que nos bajamos de los camellos y tras las fotos de rigor, fuimos a la tienda para pedir unas cervezas y comernos los bollos de pan que nos habían dejado en la habitación del hotel junto al fiambre que habíamos comprado en el supermercado. Nos dieron la bebida en unos vasos de plástico pero nos la cobraron como si la hubieran puesto en bandeja de plata: ¡casi seis euros por dos cervezas! Claro, es la ley de la oferta y la demanda, lo tomas o lo dejas.
Dirigimos nuestros pasos hacia Tahíche con la intención de visitar la Fundación de César Manrique.
Ésta se encuentra a pie de carretera, señalizada por una gran figura de acero ubicada en el aparcamiento. Tras abonar la entrada (otros ocho euros por persona), nos adentramos en un amplio jardín adornado con algunas esculturas de este personaje. El verde del jardín contrastaba con las zonas estériles cubiertas de lava. Pasamos a la casa propiamente dicha, a una primera sala donde exponen grandes artistas, de la talla de Picasso, Miró o Chillida, se pasa a un sobrecogedor jardín en el que la lava llega hasta los mismos pies del visitante. Después pasamos por otras estancias, salones, jardín interior con una pequeña piscina, el acceso a través de un pasadizo de roca a uno de los salones, todo ello decorado y armonizado con la presencia de obras escultóricas de César Manrique. ¡Realmente, digno de ver!
Una vez finalizamos la visita, nos encaminados en dirección a Costa Teguise, donde llegamos hacia las dos y media de la tarde. Poco antes de llegar al hotel, Concha había visto un bar bastante lleno de gente, lo cual le dio buena impresión y decidimos probar en él. Su nombre “La Repikada” (con ‘k’). Es un bar con características típicas del norte de España. Está dividido en dos espacios claramente delimitados: por un lado, la barra, donde el personal se puede sentar en taburetes y pedir bebida y pinchos de comida; por otro, una especie de expositor donde hay grandes bandejas de variada comida. La cosa funciona así: llegas al bar; que sólo quieres tomar unas cervezas o vinos y unas tapas, las puedes pedir en la misma barra o sentarte en una de las mesas y pedir tu comanda al camarero; que quieres alguna ración del expositor, te acercas al encargado del mismo, le pides las raciones o medias raciones que quieras y le dices la mesa en la que estás sentado; al rato aparece el camarero con los platos que has pedido. La verdad es que estuvo bastante bien: pedimos unos pinchos, media ración de un guiso de champiñón, que tenía buena pinta, y otra media de pasta, todo ello regado con un buen Ribera del Duero y alguna que otra cerveza. Total veinte euros.
Tras la comida regresamos al hotel, yo para dormir una buena siesta, Concha para ponerse el bikini e irse a la Playa de las Cucharas a darse un buen baño. Tras la siesta, salí de la habitación con la intención de buscarla en la playa, pero ya había regresado y estaba en una tumbona de las muchas que rodeaban la piscina.
Con posterioridad, nos duchamos y empezamos a preparar la maleta para el regreso. Previamente, durante el picoteo de medio día en La Repikada, en nuestro camino de vuelta al hotel, habíamos visto una tienda que vendía maletas a muy buen precio. Hay que decir que en el vuelo de ida tuvimos un pequeño problema con la facturación de la maleta. La compañía con la que volamos, Ryanair, es de las llamadas de bajo coste y por ello limita las maletas facturadas a un máximo de 15 kilos, pagando veinte euros por cada kilo de exceso. Nuestra maleta pesaba un total de 18 kilos. No obstante –no sé si será estrategia de la compañía–, la señorita que estaba en el mostrador nos permitió subirla a bordo sin pagar sobrecargo pues «volaban pocas maletas». Pero no nos podíamos arriesgar a tener el mismo problema en el vuelo de vuelta. Por eso compramos una maleta pequeña, de esas que te permiten subir a bordo sin necesidad de facturarla y así repartimos nuestros enseres en ambas maletas, evitando con ello el problema de sobrepeso en las dos.
Solventada la situación, y dado que nos había gustado el bar de medio día, volvimos a “La Repikada” con la intención de tomar unos pinchos y unas medias raciones a modo de cena. El proceso fue similar al que habíamos hecho a medio día, con la ventaja de que ya conocíamos el mecanismo de funcionamiento de las raciones y todo fue mucho más rápido. Pagamos veinticinco euros por unos vinos, un par de cervezas, varios pinchos y dos medias raciones.
Finalizada la cena, nos dimos un paseo por el Pueblo Canario, intentamos tomar unos cubatas en el quiosco de música donde paramos la primera noche pero fue imposible; no había mesas disponibles, así que decidimos volver al hotel, terminar de preparar las maletas y descansar un poco para despertarnos temprano al día siguiente.
Este último día nos levantamos temprano, como de costumbre; desayunamos solo con las infusiones que habíamos llevado –curiosamente ese día, al ser el último, ya no nos pusieron los bollos de pan tierno– y terminamos de hacer las maletas. Entregamos la llave de la habitación en la recepción del hotel y pesamos nuestro equipaje –previo pago de un euro por maleta– para no tener problemas a la hora de embarcarnos en el avión. No los hubo: una maleta pesaba poco más de catorce kilos y la otra no llegaba a los nueve y medio. Pagamos la cuenta, metimos el equipaje en el coche y nos dirigimos al aeropuerto. Tuvimos una pequeña incidencia en la entrega del mismo ya que no encontrábamos el parking para dejarlo, hasta que nos explicaron que para entregar el coche teníamos que dirigirnos en dirección a “Entradas” y no a “Salidas”. Pensando después, entendí que tenía cierta lógica: lo primero que uno hace cuando llega al aeropuerto es coger el coche para guardar en él el equipaje. Una vez entregado el coche, sobre las diez y media de la mañana, nos encaminamos al mostrador de Ryanair para poder facturar la maleta grande –facturación que ya estaba pagada–. Una vez solventado este trámite, estuvimos paseando por las instalaciones aeroportuarias haciendo tiempo. Pedimos unos bocadillos y unos refrescos para desayunar de un modo más contundente del que lo habíamos hecho. Finalmente nos pusimos en fila para acceder al avión, que iba tan lleno como en el vuelo de ida.
Tuvimos un vuelo tranquilo, con un cielo más cargado de nubes. Aterrizamos en Madrid hacia las cuatro de la tarde. Carlos nos recogió en Barajas y nos dirigimos a su casa para coger nuestro coche, donde depositamos nuestro equipaje. Estuvimos un rato charlando y refrescándonos, hasta que hacia las seis de la tarde nos encaminamos en dirección a Bailén, donde llegamos hacia las diez de la noche.

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