El pasado mes de octubre pasamos unos días de Lanzarote. Ha sido uno de los viajes que más me ha impactado por muchos motivos: la limpieza que impera en todos los lugares donde nos hemos desplazado; el fortísimo contraste del paisaje isleño en comparación con el paisaje europeo en general, y andaluz en particular; la amabilidad de sus gentes; y, sobre todo, la facilidad para desplazarse a todos los sitios que llevábamos planificados debido a la cercanía entre ellos.
No compramos el bono que por treinta euros te permitía visitar seis de los enclaves que íbamos a ver. Fundamentamos la decisión en que dicho bono suponía un ahorro de unos 3 euros en caso de que hiciéramos todas las visitas; no obstante, como no estábamos seguros de poder hacerlas todas, nos arriesgamos a pagar de una en una las entradas.
Volamos desde Madrid a una hora temprana –9 de la mañana–, aunque con cierto retraso. Ello no fue óbice para que aterrizáramos aproximadamente a las 11. Recogimos nuestra maleta, que previamente habíamos facturado por internet y nos dirigimos a la oficina de Autos Reisen, en la misma terminal del aeropuerto. También habíamos reservado con anterioridad un coche de gama pequeña para recorrer la isla con mayor comodidad. Nos dieron un Renault Clío blanco, coqueto en su línea pero con poco motor, lo que suponía que las cuestas –y en Lanzarote hay bastantes– teníamos que subirlas siempre en marchas cortas. Colocamos nuestro Tom Tom en el parabrisas y lo programamos para que nos dirigiera a Costa Teguise. Preferimos este emplazamiento a otros de la mucha oferta en Puerto del Carmen o Playa Blanca, por entender que estaba mejor situado en el mapa y eso nos permitiría dividir los desplazamientos de un modo más racional. Hubo un hecho que me sorprendió notablemente: el GPS captaba la señal de los satélites con una rapidez asombrosa, contrastando con la lentitud con que lo hace en otras partes de España, tales como Madrid o Málaga.
En Costa Teguise nos habíamos decantado por un apartamento en la Mansión de Nazaret, frente al Pueblo Canario. El apartamento que nos ofertaron estaba en la segunda planta, bordeando una de las piscinas interiores del complejo, lo que facilitaba el silencio y la tranquilidad. Estaba totalmente equipado con menaje de cocina, frigorífico, microondas, etc. No obstante, los muebles necesitaban un cambio urgente por otros un poquito más actuales.Una vez que nos alojamos en el hotel y nos cambiamos de ropa –veníamos vestidos de otoño–, nos dirigimos en coche hasta Yaiza, pueblito pequeño situado en el centro de la isla. Recorrimos la plaza del de nuestra Señora de los Remedios, donde se encuentra el Ayuntamiento, las casas de los alrededores –alguna de ellas verdaderamente preciosa–, la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, pequeñita y encalado todo su exterior, de tres naves, y con una talla apreciable de la Inmaculada. Como era medio día y teníamos ganas de comer nos encaminamos al Bar Stop, al lado justo del Ayuntamiento, recomendación expresa de la Guía Azul de Lanzarote. El bar nos recordaba las antiguas tabernas de los años 60. Tiene una larga barra y dos camareros educados. En un rincón se encontraban varios lugareños tomando unas cervezas. Pedimos unas cervezas –yo, sin alcohol por aquello de que conducía– y un par de platos de los numerosos que se exhibían en una vitrina: uno de ellos era una especie de potaje de garbanzos con gruesos trozos de atún; el otro, pescado con patatas. Repetimos las cervezas pero no los platos, que eran abundantes y saciaron totalmente nuestro apetito. La broma nos salió por el asombroso precio de unos 10 euros.Desde allí, nos encaminamos en dirección a El Golfo, conjunto de casas, bares y restaurantes frente a una costa totalmente volcánica, con pequeñas piscinas naturales de agua de mar donde picotean las numerosas gaviotas que viven en el lugar. Tras las fotos de rigor, pusimos rumbo al Charco de los Clicos, separado unos quinientos metros de nuestra anterior parada. Aparcamos en una amplia explanada de tierra y nos dirigimos hacia nuestra próxima visita. Justo a la entrada del sendero había dos niños vendiendo pequeñas rocas de lava a los turistas. Las fotos que habíamos visto tanto en guías turísticas como en internet no muestran en todo su esplendor la belleza desnuda de este lugar. El efecto plástico de este cráter lleno de agua marina verdosa, a causa de las filtraciones, tiene difícil explicación. Resulta indescriptible el contraste del azul intenso del agua marina que mansamente rompe su espuma blanca en la negrura de la arena de la playa y el esmeralda de las aguas del Charco. Todo ello rodeado de un paisaje lunar de roca volcánica, exento de cualquier vestigio de vegetación.Una vez repuestos de nuestro particular síndrome de Stendhal, dirigimos nuestros pasos hacia Los Hervideros, otro contexto que parece no ser de nuestro planeta Tierra. Diez minutos más tarde, aparcamos en el amplio recinto asfaltado que existe en las inmediaciones y nos asomamos al acantilado para contemplar fascinados los resultados del ocioso trabajo del mar a través de los años. La lava de antiguas erupciones forma una abrupta pared rocosa con innumerables túneles y pasadizos donde rompen con brutal ímpetu las olas. Todo el recinto dispone de numerosos pasillos y miradores desde donde contemplar vistas inimaginables. Se me olvidada comentar que en el aparcamiento hay varios quioscos, unos dedicados a la venta de recuerdos de la isla, y otro, a la venta de bebida y helados.Una vez completado el recorrido nos encaminamos hacia la Playa del Papagayo, de la que habíamos visto con anterioridad fotos muy bonitas. Después de recorrer un par de kilómetros nos encontramos con las Salinas de Janubio, también llamadas Jardín de la Sal. Estas salinas, de una extensión considerable se encuentran en el interior de una laguna formada por la lava volcánica que dio origen a Timanfaya. Hay un mirador en la misma carretera, junto a un restaurante que estaba cerrado cuando llegamos. Continuamos camino llegando hasta Playa Blanca. La dejamos a nuestra derecha y enfilamos en dirección al Monumento Natural de Los Ajaches, macizo volcánico de una belleza sorprendente, ya que deja ver el modelado que ha dejado la lava en fusión creando verdaderas obras de arte. Es un paraje sórdido, casi exento de vegetación y al que se accede por una pista sin asfaltar, previo el pago de tres euros por coche –si vas andando o en bicicleta, no pagas nada, aunque la caminata es para pensársela: yo calculo sobre unos cuatro o cinco kilómetros–. Aparcamos el coche en un amplio descampado, atestado de coches, y recorrimos los últimos quinientos metros hasta llegar al Kiosco Las Arenas. El espectáculo visual a medida que uno se va acercando crece por momentos. La Playa del Papagayo, que a esa hora de la tarde, aproximadamente las cinco, estaba masificada, imagino que de turistas y lugareños, bien merece el desplazamiento. Situada al sur de la isla, rodeada por otras playas y calas casi salvajes de arena fina y blanca, presenta un agua transparente y limpia de un fuerte color esmeralda. Tomamos unos refrescos en el kiosco –los precios un poco elevados, entendibles por ser la única oferta que existe en el paraje–, descansamos un rato contemplando en la lejanía a la vecina Fuerteventura, y nos preparamos para terminar la jornada dando un paseo por Arrecife, capital insular.Metimos el coche en el parking que hay justo al lado del Arrecife Gran Hotel, y desde allí nos dirigimos paseando tranquilamente hasta el Charco de San Ginés. Paseamos por los jardines que hay junto a Real Club Náutico, adornado con numerosas esculturas de arte contemporáneo. Pasamos junto a la sede local de la UNED, frente a la que existe una escultura dedicada a D. Blas Cabrera Felipe, físico del siglo XVIII nacido en esta tierra. Continuó nuestro paseo por un parque con un bonito quiosco de música y nuevas esculturas, algunas elaboradas con lava volcánica. A nuestra derecha apareció majestuoso el castillo de San Gabriel, del siglo XVI, unido a tierra a través del llamado puente de las Bolas, llamado así por las dos bolas que coronan las columnas que protegen su entrada desde tierra.Pasamos por delante del Ayuntamiento, edificio de una planta y de construcción reciente para llegar finalmente al Charco de San Ginés, lugar donde nació el primer núcleo de población. Este pequeño lago, con salida directa al mar nos sorprendió por la laxitud del entorno: numerosas barcas reposaban en sus tranquilas aguas, iluminadas por un sol medio oculto por las nubes. Todo ello le daba a la imagen un cromatismo único y agradable a los sentidos.En nuestro camino de regreso nos desviamos hacia la iglesia de San Ginés donde se encuentra la iglesia del mismo nombre. Estaba cerrada y no pudimos ver su interior. Callejeamos hasta llegar a la calle León y Castillo, una de las principales de la ciudad. En una de sus esquinas luce el edificio del Cabildo Insular y frente a este, una casa solariega con unas balconadas de madera preciosas. En sus bajos se encuentra actualmente una tienda de Mango. De regreso al coche, y una vez fuera del parking, nos orientamos en dirección al castillo de San José – actualmente Centro Internacional de Arte Contemporáneo–, donde llegamos cerca de las ocho y media de la tarde, casi a punto de cerrar. Frente al castillo se encuentran una serie de esculturas de arte moderno que presagian los tesoros artísticos existentes en su interior se encuentra el Centro Internacional de Arte Contemporáneo. Hicimos el intento de entrar y nos topamos con los vigilantes de la puerta, que amablemente nos permitieron la entrada al mismo gratis pues, como ya dije, la hora de cerrar estaba próxima. Vimos de un modo ligero varias de las salas que conforman el museo y dimos por terminada la jornada, por lo que nos dirigimos a Costa Teguise –no se me olvidará la inestimable ayuda del Tom Tom–.Como justo al lado del hotel había un supermercado Spar, compramos algunas cervezas, una botella de vino y algunas chucherías para tomarnos algo en la habitación del hotel mientras nos duchábamos y nos vestíamos para salir a dar una vuelta por los alrededores del Pueblo Canario, urbanización frente al hotel con infinidad de tiendas, bares y restaurantes.Salimos en torno a las nueve y media de la noche, dimos una vuelta buscando algún sitio para cenar y lo hicimos en un restaurante que entendimos podía ser interesante y resultó mediocre, al menos en la relación calidad/precio de los platos que nos pusieron. Tras la cena, nos sentamos en una terraza para tomarnos unos cubatas, escuchando la actuación en directo de un inglés que no lo hacía de todo mal. Comidos y bebidos, y algo cansados, enfilamos nuestros pasos hacia el hotel para alcanzar el merecido descanso tras la larga jornada transcurrida.
En Costa Teguise nos habíamos decantado por un apartamento en la Mansión de Nazaret, frente al Pueblo Canario. El apartamento que nos ofertaron estaba en la segunda planta, bordeando una de las piscinas interiores del complejo, lo que facilitaba el silencio y la tranquilidad. Estaba totalmente equipado con menaje de cocina, frigorífico, microondas, etc. No obstante, los muebles necesitaban un cambio urgente por otros un poquito más actuales.Una vez que nos alojamos en el hotel y nos cambiamos de ropa –veníamos vestidos de otoño–, nos dirigimos en coche hasta Yaiza, pueblito pequeño situado en el centro de la isla. Recorrimos la plaza del de nuestra Señora de los Remedios, donde se encuentra el Ayuntamiento, las casas de los alrededores –alguna de ellas verdaderamente preciosa–, la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, pequeñita y encalado todo su exterior, de tres naves, y con una talla apreciable de la Inmaculada. Como era medio día y teníamos ganas de comer nos encaminamos al Bar Stop, al lado justo del Ayuntamiento, recomendación expresa de la Guía Azul de Lanzarote. El bar nos recordaba las antiguas tabernas de los años 60. Tiene una larga barra y dos camareros educados. En un rincón se encontraban varios lugareños tomando unas cervezas. Pedimos unas cervezas –yo, sin alcohol por aquello de que conducía– y un par de platos de los numerosos que se exhibían en una vitrina: uno de ellos era una especie de potaje de garbanzos con gruesos trozos de atún; el otro, pescado con patatas. Repetimos las cervezas pero no los platos, que eran abundantes y saciaron totalmente nuestro apetito. La broma nos salió por el asombroso precio de unos 10 euros.Desde allí, nos encaminamos en dirección a El Golfo, conjunto de casas, bares y restaurantes frente a una costa totalmente volcánica, con pequeñas piscinas naturales de agua de mar donde picotean las numerosas gaviotas que viven en el lugar. Tras las fotos de rigor, pusimos rumbo al Charco de los Clicos, separado unos quinientos metros de nuestra anterior parada. Aparcamos en una amplia explanada de tierra y nos dirigimos hacia nuestra próxima visita. Justo a la entrada del sendero había dos niños vendiendo pequeñas rocas de lava a los turistas. Las fotos que habíamos visto tanto en guías turísticas como en internet no muestran en todo su esplendor la belleza desnuda de este lugar. El efecto plástico de este cráter lleno de agua marina verdosa, a causa de las filtraciones, tiene difícil explicación. Resulta indescriptible el contraste del azul intenso del agua marina que mansamente rompe su espuma blanca en la negrura de la arena de la playa y el esmeralda de las aguas del Charco. Todo ello rodeado de un paisaje lunar de roca volcánica, exento de cualquier vestigio de vegetación.Una vez repuestos de nuestro particular síndrome de Stendhal, dirigimos nuestros pasos hacia Los Hervideros, otro contexto que parece no ser de nuestro planeta Tierra. Diez minutos más tarde, aparcamos en el amplio recinto asfaltado que existe en las inmediaciones y nos asomamos al acantilado para contemplar fascinados los resultados del ocioso trabajo del mar a través de los años. La lava de antiguas erupciones forma una abrupta pared rocosa con innumerables túneles y pasadizos donde rompen con brutal ímpetu las olas. Todo el recinto dispone de numerosos pasillos y miradores desde donde contemplar vistas inimaginables. Se me olvidada comentar que en el aparcamiento hay varios quioscos, unos dedicados a la venta de recuerdos de la isla, y otro, a la venta de bebida y helados.Una vez completado el recorrido nos encaminamos hacia la Playa del Papagayo, de la que habíamos visto con anterioridad fotos muy bonitas. Después de recorrer un par de kilómetros nos encontramos con las Salinas de Janubio, también llamadas Jardín de la Sal. Estas salinas, de una extensión considerable se encuentran en el interior de una laguna formada por la lava volcánica que dio origen a Timanfaya. Hay un mirador en la misma carretera, junto a un restaurante que estaba cerrado cuando llegamos. Continuamos camino llegando hasta Playa Blanca. La dejamos a nuestra derecha y enfilamos en dirección al Monumento Natural de Los Ajaches, macizo volcánico de una belleza sorprendente, ya que deja ver el modelado que ha dejado la lava en fusión creando verdaderas obras de arte. Es un paraje sórdido, casi exento de vegetación y al que se accede por una pista sin asfaltar, previo el pago de tres euros por coche –si vas andando o en bicicleta, no pagas nada, aunque la caminata es para pensársela: yo calculo sobre unos cuatro o cinco kilómetros–. Aparcamos el coche en un amplio descampado, atestado de coches, y recorrimos los últimos quinientos metros hasta llegar al Kiosco Las Arenas. El espectáculo visual a medida que uno se va acercando crece por momentos. La Playa del Papagayo, que a esa hora de la tarde, aproximadamente las cinco, estaba masificada, imagino que de turistas y lugareños, bien merece el desplazamiento. Situada al sur de la isla, rodeada por otras playas y calas casi salvajes de arena fina y blanca, presenta un agua transparente y limpia de un fuerte color esmeralda. Tomamos unos refrescos en el kiosco –los precios un poco elevados, entendibles por ser la única oferta que existe en el paraje–, descansamos un rato contemplando en la lejanía a la vecina Fuerteventura, y nos preparamos para terminar la jornada dando un paseo por Arrecife, capital insular.Metimos el coche en el parking que hay justo al lado del Arrecife Gran Hotel, y desde allí nos dirigimos paseando tranquilamente hasta el Charco de San Ginés. Paseamos por los jardines que hay junto a Real Club Náutico, adornado con numerosas esculturas de arte contemporáneo. Pasamos junto a la sede local de la UNED, frente a la que existe una escultura dedicada a D. Blas Cabrera Felipe, físico del siglo XVIII nacido en esta tierra. Continuó nuestro paseo por un parque con un bonito quiosco de música y nuevas esculturas, algunas elaboradas con lava volcánica. A nuestra derecha apareció majestuoso el castillo de San Gabriel, del siglo XVI, unido a tierra a través del llamado puente de las Bolas, llamado así por las dos bolas que coronan las columnas que protegen su entrada desde tierra.Pasamos por delante del Ayuntamiento, edificio de una planta y de construcción reciente para llegar finalmente al Charco de San Ginés, lugar donde nació el primer núcleo de población. Este pequeño lago, con salida directa al mar nos sorprendió por la laxitud del entorno: numerosas barcas reposaban en sus tranquilas aguas, iluminadas por un sol medio oculto por las nubes. Todo ello le daba a la imagen un cromatismo único y agradable a los sentidos.En nuestro camino de regreso nos desviamos hacia la iglesia de San Ginés donde se encuentra la iglesia del mismo nombre. Estaba cerrada y no pudimos ver su interior. Callejeamos hasta llegar a la calle León y Castillo, una de las principales de la ciudad. En una de sus esquinas luce el edificio del Cabildo Insular y frente a este, una casa solariega con unas balconadas de madera preciosas. En sus bajos se encuentra actualmente una tienda de Mango. De regreso al coche, y una vez fuera del parking, nos orientamos en dirección al castillo de San José – actualmente Centro Internacional de Arte Contemporáneo–, donde llegamos cerca de las ocho y media de la tarde, casi a punto de cerrar. Frente al castillo se encuentran una serie de esculturas de arte moderno que presagian los tesoros artísticos existentes en su interior se encuentra el Centro Internacional de Arte Contemporáneo. Hicimos el intento de entrar y nos topamos con los vigilantes de la puerta, que amablemente nos permitieron la entrada al mismo gratis pues, como ya dije, la hora de cerrar estaba próxima. Vimos de un modo ligero varias de las salas que conforman el museo y dimos por terminada la jornada, por lo que nos dirigimos a Costa Teguise –no se me olvidará la inestimable ayuda del Tom Tom–.Como justo al lado del hotel había un supermercado Spar, compramos algunas cervezas, una botella de vino y algunas chucherías para tomarnos algo en la habitación del hotel mientras nos duchábamos y nos vestíamos para salir a dar una vuelta por los alrededores del Pueblo Canario, urbanización frente al hotel con infinidad de tiendas, bares y restaurantes.Salimos en torno a las nueve y media de la noche, dimos una vuelta buscando algún sitio para cenar y lo hicimos en un restaurante que entendimos podía ser interesante y resultó mediocre, al menos en la relación calidad/precio de los platos que nos pusieron. Tras la cena, nos sentamos en una terraza para tomarnos unos cubatas, escuchando la actuación en directo de un inglés que no lo hacía de todo mal. Comidos y bebidos, y algo cansados, enfilamos nuestros pasos hacia el hotel para alcanzar el merecido descanso tras la larga jornada transcurrida.
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