sábado, 16 de octubre de 2010

Lazarote: Jardín de Cactus, Jameos del Agua, Cueva de los Verdes, Mirador del Río, Haría y Teguise

Al día siguiente nos levantamos sobre las siete y media. Nos aseamos, hicimos unos tés en el microondas y descubrimos que nos habían colgado en el pomo de la puerta dos bollos de pan recién hecho. Con el fiambre que habíamos comprado la tarde anterior, nos hicimos unos bocadillos para comérnoslos más adelante y nos preparamos para salir. La primera visita programada del día era el Jardín de Cactus, localizado en Guatiza. Por el camino nos encontramos con multitud de chumberas, cuya utilidad principal (habíamos leídos previamente en la Guía Azul) era la cría de cochinilla, un insecto parásito del que se extrae un colorante de color rojizo muy apreciado.
El Jardín de Cactus es obra, como no, de César Manrique y es algo digno de visitar por la gran vari
edad y calidad de los cactus existentes en el mismo. Antes conviene decir que en la rotonda donde se ubica el aparcamiento hay un cactus enorme (viendo yo con anterioridad al viaje fotos en internet, me asombraba el tamaño de dicho cactus). Dicho asombro desapareció por arte de ensalmo al verlo en directo. Es un cactus metálico, un reclamo a pie de carretera para los posibles visitantes. Ello no le quita mérito a la idea.


Tras abonar los cinco euros de la entrada, nos adentramos en un mundo onírico de singular belleza. El Jardín parece un anfiteatro romano, con gradas laterales en las que están situados los diferentes cactus más pequeños; el espacio correspondiente a la arena podemos admirar los cactus de mayor tamaño. Todo ello está presidido por un molino de gofio, especie de harina a base de cereales tostados y que formaba parte esencial de la alimentación canaria del pasado, y una tienda muy coqueta. Bajo el molino, hay un restaurante con una terraza que presenta unas vistas espectaculares del Jardín.
Abandonamos este lugar con la intención de dirigirnos a visitar una de las joyas de la corona y uno de los primeros trabajos en la isla de César Manrique. Tras aproximadamente quince minutos aparcamos el coche en los Jameos del Agua, cuyo acceso costaba ocho euros por persona.
Los Jameos del Agua es un túnel volcánico originado por el cercano volcán de la Corona. Nos adentramos bajando unas pronunciadas escaleras
para llegar a uno de los extremos del túnel. Con asombro vimos que, aprovechando parte de la cavidad, había un restaurante cuyas mesas estaban preparando dos empleados del mismo. La belleza del lugar es indescriptible. La luz se cuela entre los dos extremos de la galería, quedando ésta en una semipenumbra que engrandece el silencio existente en el lugar. Nada más llegar al agua subterránea embalsada en el pasaje vimos una especie de cangrejos blancos –imagino que por la falta de luz– para cuya protección se rogaba encarecidamente no echar ninguna moneda al agua para preservar el ecosistema. ¡Qué vamos a decir de nuestra permanente costumbre de lanzar monedas al primer charco o agujero que nos encontramos. Avanzamos a lo largo del túnel hasta llegar al extremo contrario, donde también se habían habilitado mesas y sillas con una barra de bar que estaba inactiva. Desde aquí nos dirigimos a la parte exterior de los Jameos. El impacto visual es de un impacto enorme. El azul del cielo en fuerte contraste con el azul intenso de la piscina atravesada por la figura enhiesta de la solitaria palmera bien merecía un pequeño descanso para interiorizar el momento. Desde allí nos dirigimos a la zona de exposiciones, donde vimos algunas obras bastante interesantes: la escultura que semejaba la crujía de una embarcación, el juego de espejos en uno de los pasillos, etc. También nos detuvimos en los paneles explicativos de la formación de los Jameos y de la actividad volcánica, todos ellos muy didácticos.
Tras finalizar la visita, nos dirigimos a visitar la Cueva de Los Verdes. Esta enorme cavidad de ori
gen volcánico está situada a unos quinientos o seiscientos metros de los Jameos. Una vez sacadas las entradas –ocho euros por cabeza– tuvimos que esperar aproximadamente una media hora hasta que el grupo que estaba dentro salió al exterior. Una vez que el guía estuvo preparado, muy ordenados fuimos penetrando en las profundidades de la tierra. Con la suavidad típica del habla canaria y conocedor de toda la historia de esta cueva, el guía nos fue adentrando y mostrando las distintas estancias que la conforman. A través de largos pasillos y niveles, fuimos comprobando la majestuosa belleza del trabajo volcánico a lo largo de los siglos. Destacaré dos aspectos de los muchos que podríamos citar: el auditorio, enorme y con una sonoridad inimaginable, y el secreto de la cueva, que como tal, no voy a contar en esta narración, por no romper el encanto de futuros visitantes –eso sí, decir que la posición en que a mí me tocó situarme frente al secreto, rompió parte del mismo, pues, al menos yo, vi lo que realmente había que ver; Concha sí lo visualizó en su expresión total–.
Desde allí, una vez fuera de la cueva, nos dirigimos hacia el Mirador del Río, otra obra increíble de César Manrique. Dicho lugar, como su propio nombre indica, es un mirador desde el que se contempla en su totalidad la isla Graciosa, separada por un estrecho de mar de poco más de un kilómetro, al que los lanzaroteños llaman con cariño el Río. Las vistas son grandiosas. Todo ello desde la comodidad de poder contemplar el paisaje desde la propia cafetería, cómodament
e sentado. Aprovechamos la ocasión para pedir unas botellas de agua y un pequeño bocadillo para matar el hambre, que ya empezaba a aflorar en nuestros cuerpos. El edificio en sí está totalmente camuflado en el paisaje, cubierto con roca volcánica para que su presencia no sea detectada. Se cuenta una anécdota del mismo relacionada con el escritor canario Vázquez Figueroa. Describe este autor que era muy dado a pasar temporadas en la isla Graciosa y que contemplaba durante largos períodos de tiempo los farallones sobre los que se encuentra localizado este mirador y que nunca consiguió descubrir el lugar exacto donde se ubicaba. Dimos un último paseo por la primera planta del Mirador donde se encuentra la tienda de recuerdos y subimos hasta la terraza para tener una mejor visión de todo el entorno. Realmente fue maravilloso contemplar este espacio con una total luminosidad limpia de nubes.
Salimos del Mirador del Río en dirección a Haría –situada en el valle de las diez mil palmeras, según denominación lanzaroteña– donde llegamos hacia las dos y media de la tarde y nos dirigimos a la plaza León y Castillo donde se encuentra el restaurante Dos Hermanos, también recomendado en la Guía Azul de Lanzarote que nos has servido de una gran ayuda durante todo el viaje. La plaza es un gran rectángulo con una frondosa arboleda a ambos lados y una iglesia que cierra el otro extremo de la misma. Estaban recogiendo los puestos de un mercadillo de artesanía que había tenido lugar esa mañana. Nos sentamos en la terraza y Pablo, un amable camarero, nos sirvió unas raciones para los dos –lapas, papas arrugadas y un pescado fresco de la tierra–, todo ello regado con cerveza Dorada, yo sin alcohol, evidentemente. El refrigerio nos costó treinta y ocho euros. Dimos una vuelta por la plaza, hicimos algunas fotos y nos encaminamos desandando parte del camino recorrido hacia Arrieta, localidad costera situada cerca de Playa Mujeres.
La única intención de acercarnos a Arrieta no era más que contemplar una casita de tonos rojizos, con varias chimeneas, situada a pie de playa. Una vez saciada la vista nos dirigimos a Mo
gaza para visitar el Monumento y la Casa Museo del Campesino.
El Monumento fue construido con el propósito de homenajear el esfuerzo de la comunidad campesina de la isla, quienes con ingenio y arduo trabajo labran esta árida tierra. El monumento es también llamado Monumento a la Fecundidad, fue construido por César Manrique sobre una base de roca y tiene una altura de 15 metros. Manrique utilizó tanques de agua de antiguos barcos pesqueros para la construcción de esta obra, destaca su imponente tamaño, color blanco y líneas redondeadas.
Desde aquí nos dirigimos a Teguise, primera capital de Lanzarote allá por el siglo XVI, localizada prácticamente en el centro de la isla. Esta
localidad está situada en una planicie que ha permitido extenderse con aplitud el caserío que la conforma. Aparcamos en el centro histórico y desde allí iniciamos una visita a pie por los principales edificios turísticos. Lo primero que nos encontramos fue la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, sita en la plaza de la Constitución. Es una iglesia con una esbelta torre de piedra que destaca sobremanera sobre el blanco de la cal que cubre las paredes exteriores de la misma. En su interior nos gustó mucho la figura de un Cristo crucificado con una enorme mata de pelo natural. En la misma plaza se encuentran otros edificios dignos de mención, destacando entre otros el Museo Spinoza y La Cilla o almacén donde se guardaban los diezmos de cereal que pagan los teguiseños a la Iglesia. Bordeamos la iglesia y nos dirigimos hacia el callejón de la Sangre, camino del convento de San Francisco, con una elegante y sobria fachada renacentista, para llegar finalmente al Ayuntamiento, situado en la Plaza del General Franco (sic) y al convento de Santo Domingo, de facha más austera que el anterior.
Abandonamos Teguise y llegamos relativamente temprano al hotel, sobre las siete de la tarde, lo nos animó a dar un paseo por la playa, que descubrimos se llama Las Cucharas. En dicha caminata descubrimos una serie de esculturas que adornaban dicho paseo. Concha se animó a bajar hasta la propia arena, que presentaba un aspecto compacto y de
gran limpieza. Volvimos al hotel, nos adecentamos un poco y volvimos a salir para cenar. Nos dirigimos de nuevo hacia la playa de Las Cucharas y repasamos los restaurantes que habíamos visto en nuestro anterior paseo y algunos más que nos encontramos en otras calles por las que no habíamos pasado con anterioridad. Al final nos decidimos por el Restaurante El Maestro, muy cerca del llamado Pueblo Canario, en la playa de las Cucharas. Pedimos unas raciones de papas arrugadas, lapas, adobo y unos pinchos con unas cervezas y vinos de Ribera. Pagamos treinta y cinco euros por la cena y nos encaminamos tranquilamente al hotel, ya que andábamos particularmente cansados y al día siguiente teníamos que salir temprano para no encontrarnos con muchas colas en Timanfaya.

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