Nuestro periplo por Asturias iba llegando a su fin y los objetivos que nos habíamos marcado inicialmente se habían cumplido con creces. Cudillero iba a ser nuestra última visita a esta vieja comunidad, ya que esa noche tendríamos que preparar las maletas para iniciar el viaje de regreso a Madrid donde dormiríamos al día siguiente. Salimos de Avilés –nos había dejado una impronta magnífica su casco antiguo– en torno a las cuatro y medía. Tomamos la A-8 y en poco más de veinte minutos recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban de Cudillero. El tiempo seguía siendo primaveral, con un cielo azul que alguna que otra nube deshilachada manchaba. Una vez que entramos en las primeras calles de la villa nos llamó poderosamente la atención su singular configuración física. El caserío que conforma Cudillero se encuentra escondido para el visitante que arriba desde la carretera; oculto desde el mar y desde la tierra, descolgado en fuertes pendientes donde se arraciman muy compactas humildes casas de mil colores que se abren en estrechos y recoletos callejones que ascienden y descienden abruptamente en busca del codiciado mar. Teníamos la experiencia previa de haber visitado Lastres, otro precioso pueblo derramado colina abajo en pronunciadas pendientes ávidas de encontrarse con la arena del mar que la baña, pero Cudillero nos parecido que tenía un descenso mucho más pronunciado, que solo comienza a suavizarse en las cercanías de la plaza de la Marina y su conocido y fotografiado anfiteatro.