Cuarto y último día que pasábamos en Viena. Hoy teníamos solo media jornada porque poco después de las cinco y media de la tarde salía nuestro tren en dirección a Budapest donde dormiríamos esa noche. Ya no disponíamos de Tarjeta de 72 horas que compramos al llegar a la ciudad y que nos había caducado. No obstante, después de hacer números, la tarde de antes habíamos comprado dos TARJETAS DE 24 HORAS por 16 euros, ya que nos salían más económicas que adquirir todos los billetes de transporte público que usaríamos a lo largo del día. También le habíamos mandado el día anterior un mensaje a Zonka, propietaria del piso, para solicitarle dejar las maletas en un rincón del salón hasta las tres de la tarde. En un principio, nos planteó problemas porque, según decía, esa tarde llegaban nuevos inquilinos. Nosotros le facilitamos la posibilidad de acceder al apartamento para limpiar y ordenar, aunque nuestras maletas estuvieran allí. Al final accedió a nuestra petición y así lo hicimos. Dejamos todo recogido y pusimos nuestras maletas en un rincón junto a la mesa de comedor y nos fuimos a la calle. Subimos de nuevo al tranvía y nos apeamos en la parada de Karlplatz. Aquí tomamos la línea 4 del metro en dirección Hutteldorf, y nos bajamos en la estación de Schönbrunn porque lo primero que íbamos a visitar hoy era precisamente el PALACIO DE SCHONBRUNN.
Construido en el siglo XVII, es la enorme residencia de verano que utilizaba la familia imperial. Ya hemos comentado que no somos muy amigos de los dorados y temas almibarados de estos palacios así que lo que hicimos fue dar un largo paseo par los jardines y fuentes del complejo. A las diez menos cuarto cruzábamos las formidables rejas de acceso al recinto que ya a esa hora estaba bastante repleto de turistas como nosotros. La temperatura a esa hora ya era calurosa y casi todo el paseo lo íbamos hacer sin protección de sombra alguna. Los jardines son tan enormes que la vista no termina de alcanzar la totalidad de los mismo. Paseamos por los parterres, por las formidables fuentes las rosaledas en galería y las amplias avenidas de tierra. Los bancos no invitaban precisamente a sentarse en ellos. Mereció la pena recorrer los infinitos jardines hasta llegar al estanque final sobre el que se sitúa la Glorieta, que corona una colina desde la que se logran preciosas vistas del palacio. De vuelta a la entrada del palacio, nos detuvimos un momento para visitar la tienda y ver qué ofrecían a los turistas. Nada de lo que vimos atrajo nuestra atención. Regresamos a la estación de metro y nos volvimos a bajar en Karlsplatz. Desde allí subimos al tranvía de la línea 1 y nos apeamos en Parlament. Eran algo más de las once y media y ya lo que nos quedaba era dar un repaso general a los monumentos del centro. Volvimos a fotografiar el Parlamento y el Ayuntamiento, cuyo escenario ya estaba casi concluido y había algunos artistas haciendo un pequeño ensayo de su actuación. Desde allí nos trasladamos a la plaza de San Miguel presidida por la fachada principal del fantasioso palacio de los Habsburgo. En uno de los extremos de la plaza sobresalía la escultura de un caballo sostenido por una serie de soportes metálicos que se elevaban hacia la figura del équido. Aprovechamos que la MICHAELERKIRCHE se encontraba abierta y nos metimos en ella. Es una de las pocas iglesias vienesas que conserva algunos restos románicos, aunque las modificaciones barrocas posteriores la han desvirtuado. Por último, entramos en la pastelería DEMEL KONDITOREI, una de las más afamadas de la ciudad y donde salivamos un buen rato ante la imagen increíble de expositores llenos de espectaculares trabajos en chocolate. Pero no solo eran los chocolates, también había multitud de tartas variadas, pequeños bocadillos salados, tabletas y más tabletas de chocolate, blanco, negro… Un paraíso para las mentes golosas como las nuestras. Una particularidad curiosa de este establecimiento es que te permite visitar tras unas cristaleras el trabajo que realizan los pasteleros artesanos del establecimiento. Paseamos de nuevo por el Graben y la Stephansplatz para permitir que nuestras retinas capturaran las bellas imágenes que estábamos viendo. Tomamos la calle Kärntner en dirección a la parada del tranvía, pero antes hicimos una parada en un puesto de comida rápida llamado WURSTELSTAND pues no queríamos marcharnos de la ciudad sin probar de nuevo una de sus sabrosas salchichas. Así que pedimos una bratwurst y una bierwurst troceadas con pan y sendas pintas de cerveza. Comimos tranquilamente sentados en unos taburetes junto a una mesa alta. Pagamos la consumición y nos dirigimos al tranvía. Llegamos al apartamento a las dos y cuarto de la tarde. Enviamos un mensaje al hijo de Zonka para avisarle que ya estábamos esperando para recoger las maletas y nos dijo que llegaría en unos veinte minutos. Como no teníamos nada que hacer, aprovechamos y nos acercamos al final de la calle donde habíamos visto un bar llamado GUGGI’S BEISL donde pedimos una pinta de cerveza y una coca-cola. Una vez recogidas las maletas volvimos de nuevo al tranvía para dirigirnos a la estación de tren de HAUPTBAHNHOF, desde donde saldría nuestro tren a las 17:39 con destino a Budapest. Así que subimos otra vez al tranvía y nos bajamos en la siguiente estación (Matsleinsdorferplatz); allí hicimos trasbordo al tren de cercanías de la Línea 2, en dirección a Mistelbach Stadt, que nos llevó directamente a la estación de ferrocarril. Allí buscamos el servicio de información que amablemente nos indicó el andén desde el que partía nuestro tren a la vista de los billetes que llevábamos impresos. Veintiséis euros nos habían costado los dos billetes del viaje de vuelta. Eran las tres y media de la tarde y todavía quedaban un par de horas que la partida. Así que dimos vueltas y más vueltas por el andén, compramos agua y una bolsa de patatas en una máquina expendedora y seguimos esperando. Esta vez no hubo tanta suerte. El tren se retraso casi veinte minutos en su salida que hizo pasadas las seis de la tarde. El viaje fue cómo pues el tren era más moderno que el que trajimos en el viaje de ida y poco después de las nueve menos cuarto de la noche estábamos entrando en la estación de Budapest-Keleti. Una vez en tierra, compramos dos billetes de metro y nos encaminamos al largo pasillo que unía la estación de ferrocarril con la de metro. El asa extensible de la maleta que llevaba yo terminó de romperse en ese momento y así era imposible llevarla sobre las ruedas. Así que no me quedó más remedio que cogerla del asa pequeña y llevarla a peso el resto del viaje. Bueno, viéndolo desde un punto de vista positivo, solo nos quedaba volver a montarlas al día siguiente en el autobús que nos llevaría al aeropuerto y desde allí a casa y de casa al contenedor. Buscamos los túneles de la Línea 4 y esperamos a que llegara el convoy, al que subimos y nos llevó hasta la estación de Kálvin tér. Allí hicimos trasbordo a la Línea 3. Ya no nos bajamos del vagón hasta que llegamos al final del trayecto, la estación de Köbánya-Kispert. Cinco minutos después estábamos en la recepción del HOTEL CHESSUM, sito en la calle Bartók Béla. Elegimos el hotel principalmente por la ubicación: estaba cerca de una boca de metro y la parada del autobús que nos llevaba al aeropuerto se encontraba a menos de cincuenta metros. Si a esto le añadíamos el precio, cuarenta euros, era el hotel que más nos convenía para pasar esa noche. Pedimos dos pintas de cerveza en la recepción del hotel y nos subimos a la habitación dispuestos a darnos una ducha rápida y acostarnos pronto porque estábamos un poco cansados y teníamos que estar a una hora temprana en el autobús.
Después de conocer Budapest y Viena y recorrer la mayor parte de sus atractivos turísticos, nuestra recomendación es visitarlas en ese orden. Llegas a Budapest y todo es espectacular: grandes palacios, enormes avenidas o barrios de ensueño. El transporte público es relativamente moderno y actualizado. Viajas a Viena y entonces ves el nivel de degradación que presenta Budapest en sus palacios que no están conservados como los vieneses, en sus amplias avenidas, en sus barrios históricos que parecen sacados de un cuento de hadas -a Viena le quitas la circulación y los luminosos de los establecimientos y parece que estuvieras en el siglo XVIII- y no digamos ya de su transporte público, a un nivel estratosférico si lo comparamos con el húngaro. Y esa sutil diferencia la percibes con más claridad cuando vuelves de Viena a Budapest. No obstante, insistimos que ambas ciudades bien merecen una visita de tres o cuatro días como mínimo.
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