Nos levantamos temprano, como la mayor parte de los días. El día amaneció fresco, ventoso y con el cielo cubierto aunque no presagiaba lluvia. Nuestra etapa de hoy terminaba en el Cantábrico, en plena Mariña Lucense. Ribadeo esperaba con los brazos abiertos nuestra llegada. No obstante, teníamos previsto hacer un alto antes de llegar a esta villa marinera para visitar la Playa de las Catedrales o como dicen los gallegos, Praia das Catedrais. Bajamos las maletas a recepción, abonamos la minuta del hotel y, mientras Concha me esperaba en el vestíbulo del mismo, yo me acerqué al garaje donde teníamos el coche aparcado y callejeé un par de calles hasta llegar a la puerta del hotel, sabiendo que aunque la circulación de vehículos estaba prohibida a partir de las doce de la mañana, sí se permitía el paso antes de esa hora para hacer los repartos en los diferentes establecimientos que conforman el abigarrado núcleo de callejas de la ciudad vieja. Pasaban pocos minutos de las ocho de la mañana cuando cargamos las maletas en el coche, seguimos las instrucciones del GPS para salir de la ciudad y nos dirigimos a la vecina villa de SADA, distante apenas unos veinte kilómetros, donde teníamos pensado desayunar y hacer un pequeño alto para llegarnos a la ferretería FERRSADA para comprar una encorchadora de vino por treinta euros. El detenernos aquí se debía a que en este establecimiento había visto el precio más económico de toda la red para dicho utensilio. Aparcamos el coche cerca del Concello de la villa, en una bocacalle del Paseo Marítimo. Desde allí nos dirigimos al CAFÉ PLAZA donde pedimos una par de cafés con leche acompañados de sendas tostadas de aceite y tomate. Finalizado el desayuno caminamos hacia la Avenida Barrié de la Maza hasta llegar a la ferretería. En cinco minutos estábamos de vuelto al coche con la encorchadora en la mano. De nuevo en el automóvil, nos dispusimos a recorrer los ciento treinta kilómetros que aún nos quedaban para llegar a la Playa de las Catedrales, todos ellos de autovía con buen asfalto. Nuestra intención era llegar a la playa antes de las una de la tarde, hora en que estaba previsto que la marea comenzara a subir y nos impidiera pasear entre las enormes rocas que quedan al descubierto con la marea baja.
Llegamos a la Playa a las once y cuarto y dejamos el coche en el aparcamiento público habilitado en las cercanías donde observamos la presencia de otros dos coches más. Un panel explicativo de gran formato nos informaba de un modo gráfico las distintas zonas a visitar. Recorrimos los escasos doscientos metros que nos separaban del acantilado salvaje y abrupto donde se había habilitado un precioso mirador con vistas espectaculares a lo largo de toda la agreste costa. En la zona había una cafetería que en ese momento se encuentra cerrada. También vimos a un par de artesanos que vendían figuritas hechas con la misma roca que conforman los acantilados de recuerdo para los turistas. El acceso a la arena de la playa se realiza a través de una escurridiza escalera llena de verdín y algas que ponían en constante peligro la subida y la bajada por la misma. Agradecimos el hecho de que prácticamente no había nadie en el entorno, si acaso un par de parejas que vimos en la lejanía y con las que no coincidimos en ningún momento. Esta era la ventaja de visita la playa en estas fechas, ya que cuando se aproximan las vacaciones de verano o de Semana Santa, habíamos leído que limitan el acceso a la playa debido a las aglomeraciones que se forman. Lo característico de la playa son los arcos y las cuevas, sólo apreciables a pie de playa durante la bajamar. Durante la marea baja puede accederse a un largo arenal delimitado por una pared rocosa de pizarra y esquisto erosionada en formas caprichosas: arcos de más de treinta metros de altura que recuerda a arbotantes de una catedral, grutas de decenas de metros, pasillos de arena entre bloques de roca y otras curiosidades. Una vez que bajamos, nos sorprendió la firmeza y la blancura de la arena, de la que emergían grandes bloques de roca con marcados estratos sedimentarios. Nos sorprendió un bloque enorme de roca con un colosal agujero en medio de la misma. También nos dejaron con la boca abierta la colección de arbotantes góticos que la fuerza del mar y la persistencia del viento han ido horadando en las duras rocas del acantilado. Recorrimos sin un rumbo definido toda la extensión de la playa, deteniéndonos a cada momento para grabar algún vídeo o hacer alguna fotografía. El tiempo pasó casi sin darnos cuenta. Sin embargo, sí notamos que el agua iniciaba su proceso de pleamar y poco a poco se iba achicando la zona de arena por la que pasear. Volvimos de nuevo a las escaleras de acceso y las subimos con todo el cuidado del mundo. Una última mirada desde lo alto del acantilado nos sirvió de despedida al espectáculo maravilloso que acabábamos de disfrutar. Sin más, nos dirigimos hacia el coche y poco antes de las una abandonábamos la Playa de las Catedrales en dirección a Ribadeo donde, tras recorrer los poco más de diez kilómetros que separan ambos lugares, llegamos alrededor de las una y cuarto. Llevábamos una sensación extraña, como de haber visitado un lugar extraterrestre, donde las enormes rocas emergen poderosas libres del mar que las engulle dos veces al día al ritmo de las mareas. El caminar por la firme arena que el agua deja al descubierto, el contemplar la gran cantidad de vida a través de los incontables criaderos de percebes, mejillones y lapas marinas que se adhieren salvajemente a las rocas, el maravillarse con la sólida presencia de los arbotantes naturales que ha moldeado el mar con infinita paciencia monacal, el caminar envuelto en la más absoluta soledad por este onírico paisaje… todo ello nos creó una sensación increíble de bienestar interno que ya no abandonamos a lo largo de todos los días que nos restaban de viaje.
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