domingo, 2 de junio de 2019

TORRES, PRECIOSO MIRADOR EN LA SIERRA DE MÁGINA



Este último fin de semana habíamos quedado un grupo de amigo en pasarlo en Torres, un blanco enclave jiennense en las faldas de la sierra de Mágina. El pueblo, con casi mil quinientos habitantes, se desparrama abruptamente por las faldas de este macizo montañoso que muestra sus elevadas cumbres de un modo fugaz y orgulloso a todo visitante que osa intrincarse por sus callejuelas tortuosas, laberínticas, escalonadas, que muestran un caserío blanco como la nieve que parece esté tomando el sol. Torres es un pueblo que emana tranquilidad, silencio: las mujeres con su ir y venir por las mañanas, los abuelos en su cansino deambular hasta llegar a las plazas para sentarse a la sombra en alguno de los bancos que las pueblan, y los niños… ¡a pesar de ser fin de semana y no haber colegio, apenas vimos algunos! Y está claro, un pueblo sin savia nueva termina por desangrarse y morir. La ubicación de Torres y la distribución de sus calles y plazas se transforman en un precioso mirador que nos muestra en todo su esplendor la blancura de sus casas y su trazado morisco cortado a golpe de roca.
Vista general de Torres y Sierra de Mágina desde la lonja de la Iglesia.

Llegamos a casa de nuestros amigos Paca y José Manuel cayendo ya la tarde del viernes. Su casa es casi un museo ambientado en el mundo de la caza y así se nos muestran multitud de cuernas de ciervos, venados, gamos y no sé cuantas clases de animales más, cuadros platos de cerámica y viejas fotografías relacionadas con el mundo del toro y de  la caza y, lo que más atrajo mi atención, multitud de pequeños objetos que poco a poco han ido desapareciendo de nuestras vidas y que su simple visión nos devuelve de nuevo a ese tiempo pasado. El mobiliario de la casa es señorial, todo él realizado en maderas nobles y macizas que facilitan a la casa ese ambiente difuminado que nos recuerda las películas de principios del siglo pasado. Así, una vez subimos la maleta a nuestra habitación y tras un rato de distendida y agradable charla, decidimos salir a conocer un poco el pueblo, pasear por sus calles y tomarnos algún refrigerio si era necesario. El primer contacto con las calles de Torres es llamativo. Hay varias calles paralelas que atraviesan el pueblo de extremo a extremo; estas calles, en general, son estrechas pero llanas, con alguna fuerte pendiente que otra. Y atravesando estas calles, como si fuera el entramado de una parrilla, se descuelgan perpendicularmente numerosas calles, ya sea en cuestas interminables, ya sea en escalinatas con sus pasamanos incluidos que descienden vertiginosas hasta el fondo del valle. Además, otro aspecto que
Torre del Reloj desde el Ayuntamiento
comentamos a lo largo de nuestro paseo fue el hecho de que la mayor parte de las casas tienen tres y hasta cuatro pisos contando también la planta baja. Llegamos a la conclusión de que muchas de las casas que vimos tenían un terreno escaso por lo que sus ocupantes de verían obligados a levantar más plantas a fin de conseguir mas metros de construcción.

Comenzamos la visita recorriendo la calle dedicada al juez Baltasar Garzón, ilustre torreño cuya familia aún reside en la casa que lo vio nacer. Llegamos, bajando una ligera pendiente hasta la plaza del Ayuntamiento, edificio de corte moderno sin nada que destacar. En esta plaza se encuentran también Correos, la Plaza de Abastos, pequeña pero con todas las comodidades actuales, y el llamado Arco de la Plaza, sencilla construcción del siglo XIX, que enmarca mediante una arcada el inicio de la calle Corredera y que fue derruido en la década de los sesenta del siglo pasado y vuelto a reconstruir en 2012. En la misma plaza hay una reproducción de una noria con sus cangilones y todo, cuyo sonido refresca el ambiente en las tórridas noches veraniegas. También son muy bonitas las vistas que se pueden observar desde la plaza de la iglesia de Santo Domingo y del reloj que señorea en una de las zonas más elevadas del pueblo. Desde aquí nos dirigimos por la calle Jesús Castillo Solís hasta la atalaya sobre la que se asienta la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, prácticamente sin decoración exterior, blanquísima a
Iglesia de Santo Domingo de Guzmán
juego con el resto de casas que la rodean. Fue ampliada en el siglo XVI, parece ser que bajo planos de Andrés de Vandelvira, dado el aumento importante de la población en ese tiempo. A finales del XVII se reformó y se le colocó la actual espadaña. No pudimos ver la iglesia por dentro porque todo el fin de semana estuvo cerrada, al menos durante el tiempo que estuvimos nosotros paseando por el pueblo. Por comentarios de nuestros anfitriones, lo más importante que guarda esta pequeña iglesia es la pila bautismal, pieza mudéjar del siglo XV realizada en barro cocido, esmaltada en verde y colocada sobre una piedra tallada. Por otro lado, las vistas del caserío del pueblo, del valle hacia el que desciende y las montañas que lo rodean son espectaculares desde la alta lonja que circunda uno de los laterales de la iglesia.

Desde aquí volvimos sobre nuestros pasos y nos adentramos, después de pasar por la plaza del Ayuntamiento, en la calle Corredera tras franquear el citado Arco de la Plaza. Mediada la calle nos encontramos con un cartel informativo que nos señalaba la dirección en la que se encuentra el Palacio de Camarasa, que teníamos previsto visitar en la mañana del domingo. Continuamos por la calle Corredera y llegamos hasta la Rambla de San Gil, cauce de agua que se creó de forma natural como consecuencia de una gran tormenta que arrasó la localidad en 1843, causando la muerte de 55 torreños y partiendo el pueblo en dos, de arriba abajo. Esta rambla hoy en día se encuentra canalizada y, al menos este fin de semana, apenas llevaba agua. Desde este punto decidimos tomarnos unas cervezas para refrescarnos y descansar un rato y lo hicimos en un bar que teníamos cerca llamado El Casino, cuyo amable y simpático camarero hizo todo lo posible porque estuviéramos a gusto en su
Arco de la Plaza
establecimiento. Comimos unas tapas de pan frito con pisto, un salmorejo acompañado de habas frescas muy conseguido –yo nunca había visto un salmorejo con habas– y una vasito de caracoles muy ricos y parecidos a los que se hacen en Bailén. Desde aquí nos armamos de valor, a menos yo pensando en mis rodillas, y nos dispusimos a subir dos largas tandas de escaleras hasta llegar a la casa de Paca y José Manuel. Éste nos estaba esperando con la mesa perfectamente preparada, sobre la que descansaban unos excelentes entrantes: queso manchego de oveja y de cabra, gambas y carabineros, morcillas blancas y negras, lomo de jabalí en caña, chorizos y un largo etc., culminado con un magnífico salmorejo del que dimos buena cuenta todos los comensales, todo ello regado con unos sublimes caldos manchegos blancos y tintos, que habían aportado nuestros amigos Pepe y África. Tras la cena iniciamos una larga, muy larga tertulia, amenizada magistralmente por nuestro anfitrión José Manuel, que luego fue derivando hacia temas y recuerdos más mundanos y de fácil sonrisa. Y así, pasadas las tres de la mañana, cada pareja subió a sus aposentos a tratar de dormir lo poco que quedaba de noche ya que al día siguiente íbamos a ir temprano a coger cerezas al campo.

Lo que iba a ser ir temprano a coger cerezas se convirtió en algo más relajado, ya que la mayor parte de los que íbamos a ir no aparecieron para desayunar antes de las diez y media de la mañana. Y así, monótonamente fuimos desayunando y preparándonos para salir, hecho que no ocurrió antes de las once y media. Antes, habíamos bajado al mercado de abastos para comprar boquerones por encargo de nuestro cocinero y anfitrión José Manuel pues nos dijo que los necesitaba para el plato que nos tenía preparado para medio día. Cuando volvimos con el encargo y viendo que todo el mundo ya había desayunado y estaba preparado para salir, subimos en dos coches y enfilamos una carretera estrecha y tortuosa que poco a poco nos fue alejando del pueblo y nos introdujo con parsimonia en las laderas más altas de macizo de Mágina. Poco más de media hora más tarde bajamos de los coches y nos dirigimos hacia un terreno en el que se veían numerosos cerezos cargados de su dulce fruto. Apareció el dueño casi al momento y nuestra anfitriona estuvo hablando con él para que nos indicara qué cerezos tenían los mejores frutos para cogerlos. Tras comentarnos que este año la cosecha había sido regular, pues había mucho
Paraje de Fuenmayor
fruto pero de tamaño pequeño por la falta de agua, nos dirigimos a los cerezos que estaban en mejores condiciones y allí estuvimos cogiendo cerezas hasta completar casi un cubo. Desde allí, una vez que nos despedimos del señor del campo de cerezas, nos dirigimos hacia un paraje natural llamado Fuenmayor en el que abundan las mesas de acampada y las familias decididas a pasar un día de campo en un entorno agradable y sombrío, con el sempiterno sonido del agua manando camino de una gran charca donde se remansa y que, junto con la masa arbórea existente, permiten una estancia más agradable en la zona. Desde allí decidimos volver al pueblo pero no por el camino que habíamos llegado sino a través de una vía forestal que circundaba el macizo montañoso, la cual, completados los seis kilómetros y medio que la conformaban, nos dejó a la entrada del pueblo, en la zona de la piscina municipal. Allí decidimos tomar unas cervezas antes de llegar a la casa de nuestro anfitriones, donde nos esperaba Juan Manuel que había cocinado un arroz negro con boquerones, acompañamiento que no había visto nunca y que resultó un maridaje perfecto. Al igual que el día anterior, cuando llegamos la mesa ya estaba preparada y sobre ella destacaban los entrantes que íbamos a tomar antes del plato principal: chorizos y salchichas fritas de Alanís, caracoles, anchoas del Cantábrico, berenjenas en vinagre, que habíamos llevado nosotros pero que José Manuel dijo que ponía unas pocas porque “tal manjar se lo reservaba para él y su señora”. Y como remate, el
Arroz negro con boquerones fritos y marisco
mencionado arroz negro cubierto de lomos de boquerones fritos que nos hizo disfrutar a todos. El postre consistió en una tarta de nueces y tocino de cerdo, entre otros ingredientes, que desató la gula entre todos los presentes. Y así, como la noche anterior habíamos dormido poco, decidimos echarnos una siesta ligera que nos devolviera el sueño perdido.

Y así fue pasando la tarde después de la siesta, entre cafés, trozos de tarta de nueces, algún que otro gin tonic, hasta que alguien propuso ir a algún bar para ver al menos el primer tiempo de la final de la Champion League que jugaban esa tarde los equipos ingleses del Liverpool y el Tottenham. Preguntamos a algunos vecinos y nos indicaron que nos dirigiéramos a El Casino donde podríamos ver el partido. Y hacia allí nos dirigimos para tomarnos unas cervezas y ver el desarrollo de la primera parte del partido, finalizada la cual nos volvimos a casa donde, nuevamente, José Manuel había organizado la mesa y tenía la cena de esa noche preparada consistente en unos huevos fritos acompañados de patatas a lo pobre, todo ello junto a los consabidos entremeses y los caldos manchegos blancos y tintos que hemos bebido durante todo el fin de semana. El postre consistió en unos borrachuelos que estaban para quitar el sentido, riquísimos. Esta noche la tertulia fue más corta; no estaban los cuerpos
Restos del Castillo calatravo
para mucho trasnoche y tras un rato de agradable charla, cada uno fue dirigiéndose a su habitación para descansar y estar con ánimo el día siguiente.

Amaneció la mañana del domingo igual que las anteriores, con un cielo totalmente despejado y con visos de unas temperaturas que desaconsejaban estar al sol en las horas centrales. Poco a poco fuimos bajando a desayunar –café, leche, tostadas con aceite y tomate, magdalenas, y algún que otro dulce elaborado– y antes de las once estábamos ya preparados para dar un nuevo paseo por el pueblo. Esta vez nos dirigimos a través de las calles Cerrillo y Álamos hacia los restos del castillo de la orden de Calatrava del siglo XVI. Esta es la zona más antigua y más elevada del pueblo. Lo poco que podemos observar del castillo está reconstruido recientemente, ya que de la primitiva construcción apenas queda un torreón sobre el que se ha instalado un reloj visible de una amplia zona de la población. Desde allí nos encaminamos por la calle Andalucía hacia el Pilar de San Francisco construido en 1930 para facilitar el agua a los vecinos de esta elevada zona. Más tarde nuestros pasos se encaminaron de nuevo a la plaza del Ayuntamiento para después de recorrer parte de la calle Corredera, nos dirigimos hacia la Casa Palacio del Mayordomo de Francisco de los Cobo, también conocido como Palacio de Camarasa, que actualmente funciona como Centro de Salud y es sede de los Servicios Sociales. El palacio, plenamente renacentista, es obra de
Palacio de Camarasa. Portada
Vandelvira, que recibió el encargo de Bartolomé Ximénez, a la postre, mayordomo de Francisco de los Cobos, Secretario de Estado de Carlos I. El palacio cuenta con una preciosa fachada engalanada con un arco de medio punto y enmarcada por pilastras con capiteles dóricos. Por encima de la puerta se encuentra una alusión al mayordomo con la fecha de 1565. Por encima de la cartela aparecen los escudos de armas de Francisco de los Cobos y su esposa. Este palacio está ubicado muy cerca de la confluencia de las calles Real y Cervantes que genera una especie de plazuela agradable que tiene en uno de sus altos muros una pintura mural que nos muestra un gran ventanal con vistas a la sierra, todo ello decorado con múltiples plantas y arbustos.

Desde allí volvimos a subir las empinadas calles camino de la casa de nuestros anfitriones pues ya se iba acercando la hora de almorzar. No obstante, acordamos tomarnos unas cervezas antes de llegar y así entramos en el Bar El Lechero y posteriormente de nuevo en El Casino de cuyo camarero ya éramos casi amigos. Ya en la calle, afrontamos con resignación, yo más que ninguno, los dos largos tramos de escaleras que nos llevarían a casa de Paca y José Manuel, donde llegamos en torno a las dos de la tarde. Como en los días anteriores, la mesa ya estaba preparada para que tomáramos asiento y comenzáramos a disfrutar de las ricas viandas que nos había preparado nuestro
Pintura mural
chef: unos riquísimos entrantes –tortilla de patatas, croquetas de carne y de pescado, boquerones en salazón sobre una cama de exquisitos tomates de la tierra–, cochifrito –un magnífico cochinillo frito, que yo no había probado en mi vida y que no había oído nombrar– y, como plato principal, unos deliciosos guiñapos que hicieron recordar a más de uno su infancia. De postre, repetimos y apuramos la tarta de nueces y los borrachuelos que habían sobrado del día anterior. Y como remate, Paqui y José Manuel nos pusieron encima de la mesa dos botes de licor de cerezas totalmente caseros, elaborados por ellos mismos; en uno, las cerezas estaban mezcladas con alcohol de noventa y seis grados; y en el otro con orujo blanco. Los dos estaban exquisitos, pero si tuviera que decantarme por alguno, sin duda el mejor era el elaborado con alcohol. Después, tras los cafés correspondientes y un rato de charla distendida, recogimos las maletas y las cerezas que nos regalaban nuestros anfitriones, subimos al coche y enfilamos la carretera para recorrer los escasos setenta kilómetros que nos separaban de Bailén.

¡Había sido un fin de semana digno para el recuerdo!

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