Este último fin de semana habíamos quedado un grupo de amigo en pasarlo en
Torres, un blanco enclave jiennense en las faldas de la sierra de Mágina. El
pueblo, con casi mil quinientos habitantes, se desparrama abruptamente por las
faldas de este macizo montañoso que muestra sus elevadas cumbres de un modo
fugaz y orgulloso a todo visitante que osa intrincarse por sus callejuelas
tortuosas, laberínticas, escalonadas, que muestran un caserío blanco como la
nieve que parece esté tomando el sol. Torres es un pueblo que emana
tranquilidad, silencio: las mujeres con su ir y venir por las mañanas, los
abuelos en su cansino deambular hasta llegar a las plazas para sentarse a la
sombra en alguno de los bancos que las pueblan, y los niños… ¡a pesar de ser
fin de semana y no haber colegio, apenas vimos algunos! Y está claro, un pueblo
sin savia nueva termina por desangrarse y morir. La ubicación de Torres y la
distribución de sus calles y plazas se transforman en un precioso mirador que
nos muestra en todo su esplendor la blancura de sus casas y su trazado morisco
cortado a golpe de roca.