Nos levantamos temprano –las siete y cuarto marcaba el teléfono–, pues ese día teníamos por delante nuestra anhelada visita a uno de los parajes más hermosos e inhóspitos de la geografía española: el Parque Nacional de Níjar-Cabo de Gata. Tras vestirnos y asearnos un poco, bajamos al comedor donde nos esperaba un opíparo desayuno bufet que nos había ofrecido gratuita y amablemente la agencia mayorista Destinia con la que habíamos contratado el establecimiento hotelero en el que íbamos a pernoctar, ya que, debido a un problema interno, habíamos tenido que cambiar de hotel la primera noche. Como ya comentamos en una entrada anterior, nos alojamos en la habitación 410 del Hotel Nuevo Torreluz, un cuatro estrellas de corte moderno situado muy cerca de la plaza del Ayuntamiento. Fiambre variado, una gran oferta de bollería, aceite de oliva para las tostadas y un más que aceptable café formaron parte de nuestra primera comida del día y que nos dejaron listos para emprender la ruta que habíamos planificado. Finalizado nuestro desayuno, volvimos de nuevo a la habitación para terminar de asearnos y recoger las maletas y otros pertrechos que podíamos necesitar a lo largo del día, pues esa noche cambiábamos de hotel.
Finalizada la rutina mañanera, poco después de las ocho y media salíamos del aparcamiento del hotel en dirección al cabo de Gata. Callejeamos entre el tráfico tranquilo mañanero que nos acompañaba y pronto nos vimos inmersos en un rodar más complejo y veloz una vez que nos incorporamos a la autovía que nos llevaría a nuestro destino del que nos separaban algo más de cincuenta kilómetros. Tres cuartos de hora después aparcábamos el coche en la zona habilitada para ello, sita al cobijo del elegante FARO DEL CABO DE GATA, que se asoma a los salvajes acantilados que se despeñan sin remisión alguna a los pies del mar. Apenas unos pocos coches se encontraban junto al nuestro y sus ocupantes campaban a sus anchas, cámara en ristre, enfocando los múltiples puntos que amablemente el paisaje nos ofrecía. Ni que decir tiene que la reina de todas las miradas era el conocido ARRECIFE DE LAS SIRENAS, que nos ofrecía unas vistas espectaculares desde el mirador adecuado para tal fin. Cuenta la tradición que deba su nombre a la presencia de focas monje –desaparecidas en la actualidad– que habitaban este arrecife y que los antiguos navegantes podían confundir con sirenas. Los arrecifes que se elevan por encima del nivel del agua, que como un cristal que nos permite observar el mosaico del fondo marino coloreando el mar de turquesas, verdes y todas las tonalidades de azul, son antiguas chimeneas volcánicas que deben su color oscuro al material volcado por ellas. Hicimos fotos desde todos los ángulos posibles a todo aquello que considerábamos fotografiable. Una luz increíble, que arrancaba fuertes contrastes plateados sobre la variedad de azules y verdes que nos mostraba el mar, se colaba a través de un cielo nublado que, por momentos, luchaba por librarse del manto de nubes que lo constreñía. Nos llamó también la atención una bonita composición de azulejos que mostraba de un modo muy didáctico la flora y la fauna existente en la zona. Finalizada la visita, desandamos parte del camino recorrido para dirigirnos hacia la localidad de San José. Volvimos a pasar de nuevo –y esta vez sí nos detuvimos– por la solitaria IGLESIA DE LA ALMADRABA DE MONTELEVA, sita en la cercana playa de Las Salinas, de la que también toma su nombre: Iglesia de las Salinas. Este pequeño núcleo de población levantado a principios del siglo XX fue construido para dar cobijo a los trabajadores de las salinas que aún hoy en día se siguen explotando.
Llegamos a SAN JOSÉ después de recorrer los escasos veinticinco kilómetros que nos separaban del Cabo de Gata. Dimos un breve y tranquilo recorrido, deambulando por la playa y las casas y apartamentos cercanos al paseo marítimo, que en ese momento se encontraba prácticamente desierto. Apenas nos cruzamos con algún que otro imprevisto paseante que regresaba tras la compra de algún supermercado. La playa, de aguas tranquilas en ese momento, mostraba a las bravas las consecuencias de algún reciente temporal, pues se encontraba repleta de cañas y ramas que las olas habían arrastrado hasta la orilla. Completado el paseo, nos acercamos brevemente en dirección al inicio del sendero que se abre en el inhóspito paisaje volcánico de la zona en dirección a la PLAYA DE LOS GENOVESES, de la que habíamos leído que era una auténtica preciosidad. La playa recibe este nombre porque a mediados del siglo XII una flota de doscientas naves genovesas, que venían a ayudar al rey cristiano Alfonso VII a conquistar Almería a los berberiscos, estuvo acampada en esta bahía durante un par de meses hasta que se produjo el ataque a la ciudad. También aprovechamos para contemplar, justo al inicio del sendero que nos lleva a la playa, la preciosa estampa que conformaba sobre el horizonte el MOLINO DEL COLLADO DE LOS GENOVESES, una construcción molinera de tipo mediterráneo, que mantiene aparentemente en buenas condiciones la mayor parte de su entramado, aunque echamos a faltar las lonas que moverían las aspas a causa del viento. En este punto, nos miramos Concha y yo preguntándonos si nos animábamos a recorrer a pie –el acceso en vehículo privado está prohibido– los casi dos kilómetros que nos separaban de la cala o desistíamos de nuestra idea inicial, pues este paseo nos entorpecería la agenda planificada de visitas que teníamos previsto realizar. Ganó la opción de volver al coche y continuar lo planificado. Otra vez sería.
De nuevo en el coche, nos dirigimos hacia la PLAYA DE LOS ESCULLOS, un reducido núcleo de población al abrigo del cercano Castillo de San Felipe, una batería de cañones de mediados del siglo XVIII, mandado construir por Carlos III como elemento disuasorio y defensivo de la costa almeriense. Habíamos llegado hasta aquí pues nos interesaba visitar unas dunas oolíticas fósiles que nos impresionaron al contemplarlas por primera vez. Estas dunas, según nos explica la web del Cabo de Gata, “se formaron en la era Cuaternaria, hace más de cien mil años cuando el mar Mediterráneo cubría toda la zona del Parque Natural, los oolitos son pequeñas partículas esféricas que se forman por agregación de carbonato de calcio en capas concéntricas alrededor de un núcleo formado por un grano de arena en los fondos marinos de mares cálidos a poca profundidad. Después el mar, debido a un cambio climático que hizo subir las temperaturas, retrocedió hasta sus actuales límites, dejando al descubierto la gran duna fosilizada. Luego la erosión del viento, la lluvia y el oleaje del mar han hecho el resto, esculpiendo estas caprichosas formas junto al mar”. Junto a estos farallones de arena fosilizada, se abre una coqueta cala encajonada por dos entrantes rocosos en el agua. Únicamente nos topamos con una mujer y, supusimos, su hijo que jugaban con la oscura arena de la playa bajo una colorida sombrilla, y una pareja de jóvenes que saltaban una y otra vez desde las cercanas rocas a la fresca agua que bañaba el litoral en ese momento.
Completada la visita a esta curiosidad de la naturaleza, seguimos nuestra ruta hacia el norte de la provincia recorriendo los poco más de diez kilómetros que nos separaban de LAS NEGRAS, un elegante conglomerado de pisos bajos, apartamentos y casas blancas que se abren, pendiente abajo, a una preciosa cala, uno de cuyos extremos vigila y cierra un enorme acantilado de color oscuro al que, si se le echa un poco de imaginación, nos recuerda vagamente el perfil de una cabeza humana. Habíamos decidido visitar este enclave por recomendación de unos amigos, José Luis y Alfonsi, que veraneaban con cierta frecuencia aquí. Era ya una hora prudencial para tomarse una cerveza ya que las agujas del reloj habían sobrepasado brevemente del mediodía. Nos sentamos en un chiringuito llamado LA BODEGUIYA, en unos taburetes situados junto a un barril de vino decorado con motivos flamencos, que hacía las veces de mesa sobre la misma arena de la playa. Allí pedimos un par de cervezas muy frescas que nos sirvieron con premura acompañadas de unas aceitunas por las que pagamos cuatro euros, mientras disfrutábamos del encantador paisaje. Después de numerosas poses fotográficas, nos encaminamos de nuevo al coche para enfilar nuestros pasos hacia CARBONERAS, que distaba algo más de treinta kilómetros desde Las Negras. Habíamos planificado almorzar en esta localidad veraniega almeriense con un núcleo importante de población en relación con el resto de los municipios de la zona. El nombre de Carboneras nos retrotrae al pasado fundacional de la localidad. En efecto, la industria carbonera fue uno de los motivos por los que se fundó la localidad. Los escarpados montes que hoy rodean la ciudad fueron en su día frondosos bosques de encinas y de otras especies de árboles mediterráneos. La actividad industrial que se inició en el siglo XVI terminaría con esta biodiversidad vegetal. Otra de las razones por las que surgió Carboneras fue eminentemente defensiva. El rey Felipe II cedió en 1559 el municipio como señorío al marqués del Carpio. Por aquellos años, la costa andaluza, especialmente la almeriense por su lejanía y aislamiento era la puerta de entrada preferida por los piratas berberiscos en sus razias. La zona, a su vez, vivía una prolongada y desasosegante inestabilidad social como consecuencia de las revueltas moriscas. El marqués del Carpio levantó el CASTILLO DE SAN ANDRÉS para defender la zona precisamente contra los ataques berberiscos y la sublevación morisca. Aparcamos en una de las calles perpendiculares al paseo marítimo, por donde deambulamos con aparente calma buscando un local que nos agradara donde sentarnos a comer. Dado que no encontramos nada que nos atrajera, decidimos alejarnos del paseo marítimo y adentrarnos por las calles interiores de la localidad. Llegamos, recorriendo la calle Colón hasta toparnos con el BAR CASTILLO, típico bar de pueblo, tranquilo, con pocos clientes, situado en la calle Nueva, frente al castillo de esta localidad. Pedimos sólo cerveza, pues había que conducir después; Concha, una clara, y yo unas botellas de Mahou. Comimos a base de tapas, todas muy variadas y caseras: unas excelentes albóndigas sobre una cama de tomate y pimientos fritos, tanto que repetimos; también nos apuntamos a probar los callos, las patas de calamar –muy abundantes para ser una tapa–, el lomo, la palometa –bastante buena– y un nuevo pescado llamado “gallo pedro” de carne prieta y de sabor muy agradable. Total, once euros. Los dos alucinamos un poquito por el precio pagado, tanto que le preguntamos a la camarera si no se había equivocado al elaborar la cuenta. Con el estómago lleno, decidimos dar un paseo por las calles de la localidad para bajar un poco la comida. Subimos por la calle Sacritía –curioso nombre por la pérdida de la “s”– hasta llegar a la IGLESIA DE SAN ANTONIO DE PADUA, templo de finales del siglo XVIII, de estética sencilla y andaluza. Poco después volvíamos de nuevo al paseo marítimo donde buscamos una cafetería donde tomar algún café que nos despejara de la opípara comida que habíamos degustado. Y así fue como nos topamos con la HELADERÍA MIRA, en cuya terraza nos sentamos. Pedimos un té frío –Concha no quiso beber nada– y un par de helados que degustamos tranquilamente frente al mar.
Poco después, volvimos de nuevo al coche y nos dirigimos hacía la última etapa de nuestro viaje, ya de regreso a nuestro hotel: NÍJAR, localidad archiconocida mundialmente por ser el lugar donde se desarrolla la trama de la obra teatral de Federico García Lorca, Bodas de sangre. De la visita poco podemos contar, ya que recorrimos algunas de las calles del pueblo sin bajarnos del coche, que dejamos aparcado cerca de la placita que se abre entre la IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LA ANUNCIACIÓN, una edificación del siglo XVI levantada con doble finalidad religiosa y defensiva, muy modificada con las sucesivas reformas llevadas a cabo con el paso de los siglos, y el AYUNTAMIENTO. Dio la casualidad de toparnos con un entierro al llegar a la iglesia, circunstancia que nos desvió de la visita al templo por respeto al fallecido y su familia. Sí observamos con curiosidad una bombona de butano colgada en la fachada de una casa cercana a la iglesia y que no era más que un signo publicitario más del distribuidor oficial de Repsol del pueblo. Consumada la visita, volvimos de nuevo al coche del que ya no bajamos hasta llegar a la plaza de la Catedral en torno a las seis y media de la tarde, lugar donde se encontraba el HOTEL CATEDRAL donde dormiríamos esa noche. Bajamos de nuevo las maletas, que permanecieron en la recepción hasta que regresé del cercano aparcamiento del hotel. Para entonces nos habían adjudicado la habitación 27, desde la que era visible la plaza catedralicia y la céntrica calle de Eduardo Pérez. La estancia era bastante amplia, estando presidida por una cama de dimensiones considerables, sobre una paredes en las que predominaba el color blanco. Curiosamente –era la primera vez que lo veíamos en un hotel– la televisión plana que había en la habitación podía funcionar también como monitor de ordenador, pues tenía esa doble función. Nos duchamos y descansamos un rato, haciendo hora para salir a dar un pequeño paseo por los alrededores de la catedral, mientras hacíamos hora para la cena a la que estábamos invitados por deferencia del hotel. Así, en torno a las nueve de la noche, nos sentamos en una de las mesas que conformaban la terraza del establecimiento hotelero ubicada prácticamente junto a los muros de la catedral almeriense. Nuestra cena-regalo a base de tapas nos la ofrecía la dirección del hotel como compensación del lío que habíamos tenido con la reserva de la estancia. Una vez ubicados en nuestra mesa, comenzamos a degustar las siguientes tapas dobles: montadito de tomate raf con boquerones y rulo de cabra, carpaccio de presa con virutas de parmesano, ajoblanco con bocadito de gallo pedro en pasta brik y solomillo de bellota con trixar y queso de crema. Una vez que finalizamos las tapas, nos sirvieron una degustación de postres a compartir, todo ello regado con tres bebidas por cabeza y una copa de cava. Una vez finalizamos la cena, decidimos volver a caminar un rato para hacer hueco y poder tomarnos una última copa en la cafetería del hotel antes de irnos a dormir. A eso de las once, estábamos sentados en una mesa ubicada en un rincón del interior del local –el fresco ya comenzaba a dejarse notar– tomando un gin-tonic de Martin Miller con Fever Tree y un manzanilla que fue lo que le apeteció beber a Concha. Poco después subíamos a nuestra habitación para descansar después de un largo día.